Durante estos meses he sentido que el mundo veía morir a África sin hacer nada para remediarlo, e incluso he llegado a pensar que para algunos, que esto ocurriera sería un alivio.
A día de hoy las cifras son escalofriantes, según datos de Organización Mundial de la Salud (OMS) (a fecha de la redacción de este artículo, 9 de octubre de 2014), se han producido 3.439 muertes en el África Occidental; países como Guinea Conakry, Liberia y Sierra Leona se están enfrentando a uno de sus mayores retos, y no hablamos de reducir la brecha social, paliar las desigualdades sociales o el hambre de sus gentes, sino de lograr controlar una pandemia para la que no tienen medios, ni suficientes recursos. Sin embargo, los 7.492 infectados (un número relativo pues se considera mayor la cifra dado que muchos se ocultan por miedo a ser excluidos socialmente por sus vecinos) y los 121 fallecidos este fin de semana en Sierra Leona, por poner un ejemplo, no predicen tiempos mejores a corto plazo de no implementar otra serie de medidas de carácter mundial diferentes a las actuales.
África es un continente rico en cultura, paisajes, gentes, pero invisible a los ojos de muchos y potencialmente explotable para los países ricos. África se muere de hambre, sed, enfermedad (no es el ébola la única presente, malaria, meningitis, tuberculosis, enfermedades diarreicas, SIDA e incluso sarampión) y el primer mundo calla, así como cada uno de nosotros.
Nosotros, habitantes de un mundo desarrollado, occidental, respetado (a veces dudo de si respetable), democrático, y con cultura cristiana, tenemos una visión parcial del mundo poco responsable. Inmersos en la sociedad del consumo y en un sistema económico que fomenta el enriquecimiento y la acumulación de posesiones, creamos problemas a los que dar solución sin tener en cuenta que existen otros próximos o distantes a nosotros que desafortunadamente no han alcanzado nuestros niveles de protección y bienestar. La imagen, las relaciones sentimentales, la alimentación, la salud, la educación e incluso la justicia, es medible y cuantificable.
Se favorece que el individuo tenga una visión parcial de sí mismo y del mundo, convirtiéndolo en la mayoría de las ocasiones en el protagonista de mundos irreales e irreconocibles. ¿No es acaso irreal el considerarnos a salvo de dramas mundiales por el simple hecho de vivir en otros continentes? Hemos dejado de ser “seres sociales por naturaleza”, como dijo Aristóteles, preocupados por la comunidad y la supervivencia del grupo, para aferrarnos a la nuestra propia.
Hoy que Europa amanece muerta de miedo, como los tres o cuatros días anteriores, porque el ébola está en nuestro continente, son mensajes de prevención y no de intervención los que inundan los medios de comunicación. El primer mundo se empeña en frenar el contagio, evitar su posible pandemia, sin ser consciente que el problema ya forma parte de todos. No nos engañemos, cuando África o Asia tienen un problema, nosotros también, pues sufriremos sus consecuencias de manera indirecta o directa. Sin embargo, el mundo desarrollado se empeña en desatender el origen de los grandes fenómenos sociales que nos rodean como si no fuese con él.
Y mientras todo esto sucede, el ciudadano del mundo desarrollado cargado de una ingenuidad insultante quiere que se le brinde la solución y que se ponga a la venta cuanto antes el antídoto contra el gran mal; sin embargo, la gran industria farmacéutica más centrada en los grandes males del posdesarrollo prefiere dar respuestas a las inquietudes del primer mundo en cuanto que le reportará mayores beneficios; y los Estados, más centrados en uniones, independencias, establecimientos democráticos o imposiciones de paz, entre otras, van dejando de lado toda cuestión social como si no fuese con ellos, invirtiendo en I+D+I solo si existe un beneficio inmediato.
La Ciencia, antes lugar reservado para todo-pensadores, y espacio respetado por la mayoría, ha pasado a ser vilipendiada por el poder económico y resiste bajo el paraguas de una administración pública, que sólo la permite avanzar poco, mal y tarde.
¿Acaso no existe solución a nuestro mal? Sí existe, pero desde la crítica a los sistemas, los modelos y a nuestra propia conciencia. Sería conveniente, por tanto, hacer del pánico generalizado una catarsis y asumir que la prevención del ébola reside en cada uno de nosotros que como ciudadanos responsables debemos exigirles a nuestros poderes públicos que actúen de manera global en lo social, en lo ciudadano, en lo salubre o en cualquier otro asunto que lo requiera. Sería tan sencillo como que todas los Estados pusiesen de su parte para lograr los “Objetivos de Desarrollo del Milenio” propuestos por Naciones Unidas (ONU) entre los que se encuentran: erradicar la pobreza extrema y el hambre, combatir el VHI, la malaria y otras enfermedades y, el más difícil e importante, fomentar la alianza mundial para el desarrollo.
Ahora sólo queda ponerse en marcha, y que los Estados asuman su culpa y den una respuesta sólida y contundente a un problema que no distingue entre eso que mal llaman primer y tercero mundo.
Concluiré diciéndoles a mis vecinos africanos que ojalá ese sentimiento de vulnerabilidad que hoy nos recorre el cuerpo les sirva a ellos para salir adelante y a nosotros para aprender a vivir de un modo más equilibrado, no sé si modesto pero desde luego más responsable y solidario.
Bibliografía:
- Naciones Unidas: http://www.un.org/es/millenniumgoals/
- OMS: http://www.who.int/csr/disease/ebola/ebola-6-months/es/
- El viejo continente se enferma - 16 junio, 2016
- La respuesta al ébola está en nosotros - 16 octubre, 2014
- Los desahucios como construcción de un problema familiar - 22 abril, 2013