Desastre nuclear de Chernóbil de abril de 1986

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Viaje estremecedor al accidente nuclear de Chernóbil:
historias, éxodos o la fuerza del destino

  1. Gallinas con la cresta negra
  2. «No pasa nada»
  3. Baile de cifras
  4. Inundación

Gallinas con la cresta negra

Las hermanas Ana y Olga ZorinaAnna Zorina dice: «Cuando ocurrió el accidente de Chernóbil, trajeron a casa unas cartulinas con indicadores. Antes de comer nada, tenías que hacer la prueba. Si el indicador se ponía verde, no había problema. Pero si se ponía rojo, tenía radiactividad y había que tirarlo». ¿Adónde se tira una manzana radiactiva? ¿Al cubo de la basura? Anna Zorina no lo sabe, era muy pequeña entonces. Vive en Minsk, la capital de Bielorrusia, y es amiga del escritor Alexander Kaletski. Hace unas semanas vino a España con su hermana Olga. Acompañaban a un grupo de niños contaminados de los alrededores de la central de Chernóbil.

«Una de las familias receptoras tenía asignada una niña de 12 años», cuenta Olga Zorina. «Le habían comprado ropa de la que pensaron que sería su talla natural. Pero cuando se la probaron vieron que era demasiado grande. Así que volvieron a la tienda: la ropa que de verdad le valía era para niñas de 8 años. En dos meses de sol, mar, comida limpia y entorno saludable ha ganado tallas y ya se pone la ropa que le compraron al principio. La de una niña normal de 12 años.» Olga Zorina añade: «En Francia los acogen tres semanas y la radiación interna les baja un 25%. Pero en España, que es el país que más niños acoge, junto con Japón, y donde suelen estar dos meses, la radiación de los niños disminuye un 62%». Durante el invierno la niña no se enfriará. Y se lo agradecerá por carta a la familia que la acogió un verano. Les mandará fotos de sus padres, en su casa de campo. Con su gato. Al final, les escribirá: «Aquí, en Mozyr, en Braguine, en Zhlobin, en Viatka, en Svetlogorsk, en Motnevichi, en Nisimkovichi o en Dubovy Log, que es el pueblo oficialmente más contaminado de Bielorrusia, todos quieren conoceros. Sois nuestros amigos. Podemos vernos en Minsk, así no tenéis que venir hasta estos campos podridos. Mis padres quieren daros las gracias. Quieren abrazaros».

Al profesor Vasili Nesterenko lo llamaron a Chenóbil el 29 de abril de 1986, tres días después de que se produjera el accidente. Era el jefe de un proyecto militar soviético de naturaleza nuclear. El académico Valeri Legassov, que fue quien dio la versión oficial del accidente en Viena, cuatro meses más tarde, no sabía cómo apagar el incendio y los isótopos se escapaban al aire, formando una nube radiactiva que acabó recorriendo el planeta. «Profesor Nesterenko, necesitamos su ayuda», le dijo Legassov. «Lo recogerán en un helicóptero, en tres horas y media estará con nosotros.» Y es que en el gorkom de Pripiat, la sede del partido, donde se instaló el gabinete de crisis, acababan de hacer un hallazgo espeluznante. Según los cálculos de los físicos, había entre un 5 y un 10% de probabilidades de que alrededor del 10 de mayo se produjera una explosión nuclear. Así lo declaró Vasili Nesterenko en el Centro Georges Pompidou de París.

«Toda Europa se hubiera convertido en territorio inhabitable.» La explosión hubiera sido equivalente a 40 bombas atómicas como las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Nesterenko evitó que eso ocurriera. Después dejó el ejército, el proyecto Pamir y todo lo demás. Desde hace dos años, la joven Olga Zorina es la asesora jurídica del BELRAD, instituto independiente para la protección radiológica que dirige el profesor Nesterenko. Y trabajan juntos, en despachos contiguos. Olga Zorina dice: «La misión de BELRAD, de Minsk, es informar a la gente de lo que puede comer, de cómo debe cocinar los alimentos, de cómo vivir con la radiactividad. Enseñamos a los maestros a que propaguen hábitos saludables. Las hortalizas deben ponerse en agua con sal durante un día. No deben comer setas. Les decimos de dónde pueden beber agua. Medimos las radiaciones humanas con un espectómetros y les damos Vitapect, un complejo vitamínico a base de la pectina de la manzana. Eso es lo que hacemos, prevención y trabajo científico». Olga Zorina insiste: «Científico». Los resultados, en este ejemplo: durante diciembre de 2005 y enero de 2006, se tomaron mediciones a 51 niños y 15 adultos en la ciudad de Belyayevka y se observó que con la pectina la radiactividad interna se redujo un 26,4%. Y así en cada pueblo al que van. Que son muchos. Los informes trimestrales del BELRAD son concluyentes y demuestran que la pectina es eficaz. Pero las autoridades no quieren reconocer el problema, porque entonces tienen que ocuparse de solucionarlo. «Vuelvan, vuelvan a sus casas», decían, «todo está limpio, no hagan caso a Nesterenko, que solo quiere asustarlos.»

«No pasa nada»

Y algunos vuelven. Se preguntan por qué iban a engañarles. «No pasa nada», les decían aquellos días de abril de 1986 a los habitantes de Pripiat, la ciudad donde vivían los empleados, cuando veían salir humo de la central. El cielo estaba lleno de helicópteros, los militares andaban con máscaras por las calles. «No pasa nada, sigan con sus asuntos, disfruten de la primavera». Y luego tardaron tres días en evacuarlos, durante los que la población estuvo respirando cantidades ingentes de partículas radiactivas. Ocurrió un fin de semana de finales de abril, hacía buen tiempo, la gente celebraba meriendas en el campo. «¿Por qué iban a engañarnos?»

A los que vuelven les llaman «Samosiol», una palabra que nombra a aquellos que no tienen a dónde ir. Olga Zorina dice que también significa «eres burro». Algo así como una frase hecha: no tienes nada. No tienes tierras. No tienes casa. No tienes quien te cuide. Solo tienes radiactividad. Dicen que, en según qué condiciones de luz, se puede ver un reflejo de color violeta sobre la hierba. Que a las ancianas se les llena el pecho de leche. Que desaparecen las abejas. Que a las gallinas se les pone la cresta negra de la raciación. Pero aun así vuelven.

«Las leyes de la Unión Europea», dice Ana Zorina, «obligan a los conductores de autobuses a hacer paradas cada cierto tiempo. Así que, durante el viaje desde Minsk hasta aquí, que duró cuatro días, tubimos que parar muchas veces en áreas de servicio, cumpliendo el descanso reglamentario. De pronto, vimos que al fondo del autobús un niño lloraba. Es normal, nos decíamos Olga y yo, echan de menos a sus familias. A veces les duele algo, están cansados. Me acerqué. Pero, ¿por qué lloras tanto? Sólo son dos meses y volverás a casa. Anda, dame la mano. ¿Qué te pasa? El niño respondió: Lloro porque quiero llegar a España. Era su segunda vez. Cuando vuelven a Bielorrusia, los padres no entienden a sus hijos. Anna Zorina dice que es porque les hablan en español, sin darse cuenta. Una temporada lejos de Chernóbil no solo les ayuda a reducir sus niveles de radiactividad interna. También les hace muy felices. Se les ve en la cara. Quieren volver con sus padres, pero vuelven llorando.»

Baile de cifras

En Noruega, poco después del accidente de Chernóbil, encontraron miles de renos muertos por radiactividad. Eso, los renos. Hombres y mujeres: no se sabe. Oficialmente, la ONU reconoce en su último informe medio centenar de muertos, pero asociaciones como Greenpeace han mostrado su indignación. Al menos, unos 800.000 hombres trabajaron como liquidadores en un entorno altamente radiactivo, retirando con sus manos el grafito del techo de la central, igual que miles de mineros, que tubieron que hacer obras en el subsuelo. En la actualidad unos nueve millones de personas viven en territorio contaminado. Un informe del gobierno británico revela que el 40% de la superficie de Europa está contaminada por radiación.

Olga Zorina dice: «Para traer a un niño con una enfermedad grave, como cáncer de tiroides, o retinoblastoma, o inmunodeficiencias severas, el gobierno de Bielorrusia obliga a que vaya acompañado por un médico. No podemos pagarlo. Además, sería muy difícil seguir con el tratamiento fuera del hospital. Así que empleamos tres criterios para seleccionar a los niños: 1. Nivel de radiación, son preferentes los niños con mayor índice de becquerelios por kilo y año. 2. Estado general de salud, pues hay niños a los que es mejor no mover de su casa. 3. Circunstancias sociales. Nos entristece cuando tenemos que decirle a un niño que no puede venir con nosotras». Las autoridades sanitarias, durante los meses posteriores al accidente, fueron subiendo el umbral de contaminación radiactiva que consideraron aceptable, así quitaban importancia a la catástrofe. El profesor Yuri Bandajevsky (ocho años en prisión por difundir la relación directa entre el cesio 137 en los alimentos y las enfermedades cadíacas, hoy vive en Clermont-Ferrand, Francia) considera que todo aquello que pase de 37 Bq/kg es peligroso. Entre noviembre y diciembre del 2005, el BELRAD midió a algunos niños de la cuidad de Voznesensky. Los datos: la mayoría están por encima de 60-70 becquelios. El joven V. Prihod’ko tiene 152. Después de tomar pectina, no llega a 97 becquerelios. Aún es mucho. ¿Y si ese muchacho pudiera estar dos meses lejos de Chernóbil? «Habría que calcular un 62% menos.»

Algunos isótopos radiactivos duran alrededor de 30.000 años. Los humanos se habrán extinguido y los efectos del accidente de Chernóbil seguirán notándose en el planeta. Esta es la única tragedia cuyo fin no conocerá la especie. Algunos lo saben y quieren vivir el escalofrío de la Historia en presente.

Por unos 200 dólares, y con un permiso del Departamento de Emergencias del gobierno de Ucrania, uno puede viajar allí. Dicen que te montan en un autobús y te hacen un recorrido. Denis, un guía turístico que te acompaña por los alrededores, explica con una maqueta lo que ocurrió. Pero la gente no aguanta el silencio y perdona los 200 dólares, el viaje, todo. Y se larga.

Hay un documental en el que se ve a un grupo de turistas filmando y haciendo fotos en la ciudad de Pripiat. De pronto, alguien llama la atención de los demás. Mirad allí, qué es eso. Ven un punto negro que se les acerca por una avenida. Se acerca cada vez más, alguno de los turistas sube al autobús, asustado. Por precaución. Al fin, ven que es un hombre montado en una vieja bicicleta oxidada. Cuando llega a la altura de los turistas, se para. No dice nada, los mira. Los turistas no creen lo que ven.

El hombre, que viste un poncho contra la lluvia, vuelve a montar en su bicicleta y desaparece por la avenida.

Inundación

Olga y Anna Zorina oyen música de James Blunt. También les gusta Coldplay, los Smiths. Se acabó la entrevista y hablamos de Londres. No se cómo se dice «inundación» en inglés, ni en bielorruso, ellas no lo entienden en español, y nos hacemos un lío. «Inundación» es la palabra que más han pronunciado los ingleses este verano. Cambio climático. Combustibles fósiles. Regreso a lo nuclear. «La catástrofe del siglo XXI», titulaba el periódico The Independent a lo que ha pasado hace un mes al noroeste de Londres. Anna Zorina tiene la inteligencia en los ojos y descubre la palabra y me la enseña en su idioma. Pero la he olvidado. Su hermana Olga mueve las manos todo el tiempo, tiene una mirada plácida y no se cansa nunca de hablar. Entre las dos me cuentan secretos del profesor Nesterenko, como el de que es incapaz de usar un ordenador. Querido Nesterenko, Vasia, usted que salvó Europa.

* Reportaje publicado en el suplemento de Historia del periódico Heraldo de Aragón el 18 de octubre de 2007.

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